lunes, 19 de julio de 2010

Pequeños inconvenientes de la vida humana (I)


El primer día de clase en un niño de seis años es uno de esos momentos que se guardan en el disco duro del cerebro. En mi caso desearía eliminar el archivo donde se concentran los recuerdos de esa jornada tan, a mi pesar, inolvidable, pero el software que almacena mi memoria selectiva me traiciona una y otra vez.
Ese día aprendí mi primera lección de vida, que resultó ser universal: los niños pueden ser muy crueles. Hasta aquel instante creía que yo era un niño, más o menos, normal. Mis compañeros me hicieron saber que se trataba de todo lo contrario. Aquel día me hice mayor, envejecí unos diez años.
Tener un apellido raro y malsonante puede cambiar una infancia. A peor, claro. Y eso fue lo que pasó. Era la primera vez que oía mi nombre y apellidos pronunciados por una persona ajena a mi familia. Ma pareció horroroso, como así corroboraron las exageradas carcajadas de mis, a partir de ese suceso, despreciables compañeros de clase. A continuación la profesora, espero que ardas en el infierno, tuvo la delicadeza de combinar la letra inicial de mi nombre con mi primer apellido, lo cual enrojeció el color de mi rostro para disfrute de la histeria colectiva.
A partir de ese día tuve que padecer infinidad de burlas y todas las mañanas aguardaba con pánico el momento en el que el profe de turno se disponía a pasar lista.
Nunca antes había pensado negativamente sobre mi futuro. Ésa es la verdadera pérdida de la inocencia: la primera vez que atisbas las fronteras que limitan tu propio potencial.
Meses más tarde de aquel fatídico día mi oftalmólogo diagnosticó que mi ojo derecho era un vago consumado y me obligó a emular a Lou Silver, el pirata de La Isla del Tesoro, único libro que aborrecí sin haberlo leído. Durante un mes anduve con el ojo izquierdo tapado para así hacer trabajar al caprichoso y vago ojo derecho y pude observar el mundo partido en dos. Rápidamente me decanté por la parte oscura, allí no habitaban niños con ganas de tocar los cojones.
Me volví retraído, silencioso y ya no se me permitió volver a la normalidad. Me hicieron sentir diferente, pero también especial. Y aprendí a odiar.

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