La estampa me conmovió, por lo familiar. Unos chiquillos juegan al baloncesto en una vieja canasta. El chirriante sonido de las zapatillas rasgando el suelo hace que me detenga a observarles. Me quedo ahí, pensativo. La inevitable renovación de la vida, los niños. Mi metro noventa y siete causa extrañeza e impresiona a los pequeños, que me miran de reojo con recelo.
La pelota rebota en el aro y aterriza a mis pies. Con un rápido movimiento ya es mía. El olor a cuero y la adrenalina de otro tiro crucial casi humedece mis ojos. Ahí estoy yo, cara a cara con aquel aro desafiante, con su red cayendo como una bonita y provocativa falda. Un aro sin red es como un fin de año sin brindis: triste y solitario. No es nadie sin su complemento esencial.
Todo parece bajo control: distancia que vale por tres, lengua fuera, apunto, salto en suspensión. La yema de mis dedos hace volar la pelota en rotación surcando el cielo en una parábola perfecta. ¿Será receptivo o se tratará de un aro frígido e inexpugnable que no sucumbe ni ante los encantos del mejor tirador?
Diecinueve años después del último lanzamiento compruebo que algunas cosas se empeñan en no cambiar: la pelota penetra en el aro limpiamente acariciando la red que emite una especie de susurro femenino, al levantarse la falda y dejar al descubierto las vergüenzas del impotente aro.
-"¡Vaya suerte!", exclama con cierto tono despectivo el más alto de los niños. Ese resentimiento del grandullón es universal y perpetuo. Los pívots siempre me parecieron unos amargados, quejándose continuamente porque no recibían el balón. Pobres infelices, nunca entendieron que estaban allí únicamente para defender, coger rebotes y bloquear. Nunca conocerán la gloria del triple anotado en el último suspiro, de ahí su enfado permanente.
-"Tu cara me suena", afirma el niño más prometedor, chocándome la mano en un guiño cómplice entre escoltas. Los dotados de un talento innato se reconocen y respetan. De chaval ya poseía la curiosa habilidad de advertir quién iba a constituir la mayor amenaza del equipo contrario. Y en apenas cinco minutos, fijándome en lo gestos y movimientos de aquellos niños supe que aquél en concreto era especial.
-"Es que la muerte me sienta bien", ironizo ante la mirada atónita de los niños.
La muerte me arrebató el fervor de las gradas, a cambio del elixir de la juventud eterna, de mantenerme joven en el recuerdo.
Me despido con mis peculiares y vagos andares y su braceo característico, consecuencia de unos pies cansados de soportar el peso del mito, de haberme convertido en símbolo de un país, y esto sí que deviene paradoja, que apenas vi nacer. Estos pies no olvidan el camino y se acercan a la casa donde reponían fuerzas para la siguiente batalla. Una vez allí comprobaré qué tal le va el día a la buena de Biserka.