jueves, 23 de febrero de 2012

La mirada del otro


No deseamos que nuestra intimidad quede retratada en paños menores, y es lícito defender aquello que nos pertenece.
Pero, a veces, unos ojos ajenos y perturbadores son necesarios para hacernos ver que el contenido es más valioso que el continente.

sábado, 18 de febrero de 2012

Toxicosmos o lo que la verdad esconde


Mucho cuidado con lo que piensas, ten mucho cuidado con lo que dices y con lo que haces, no vaya a ser que la verdad te sorprenda y vomite todas las miserias que acompañan a la condición humana.
Intentar descifrar la verdad en un mundo podrido de gente nociva significa quedarse sólo. No interesa que se hurgue en los sórdidos asuntos que disfrazan la realidad. Te convertirás en un sujeto incómodo.
La verdad es escurridiza, no se deja ver fácilmente porque se ha vuelto desconfiada, harta de que tanta boca embustera desprestigie su nombre. Ha echado la llave y no quiere saber nada del género bobo, es casi inaccesible, y para dar con ella hay que pagar un precio muy alto. Suele ser discreta, no pregona que es especial hasta que le dedicas tiempo, hasta que le tomas afecto. Entonces te revela su importancia, tristemente menguante en estos tiempos.
Recientemente he releído un librito de Nietzsche en el que, entre otras cosas, viene a decir que el hombre prefiere que le manipulen, que le engañen, antes que una verdad le perjudique y le saque los colores.
El intelecto humano se desenvuelve bien fingiendo. ¡Menudo desperdicio!
Buscando la verdad, Nietzsche se topó con el hombre y sus mentiras. No me extraña que se desilusionara y enloqueciera.

"El hombre necesita la verdad,
un mundo que no se contradiga,
que no falsee nada, un mundo-verdad…"
Friedrich Nietzsche

sábado, 11 de febrero de 2012

Madrugones subrepticios


Debo de estar mejorando mi manera de dormir. Cuando desperté nada me dolía y mi cuerpo no estaba entumecido.
Hoy es festivo, y en estos días intento madrugar un poco y preparar la mañana. Necesito que mis reflexiones se empapen de silencio antes de que el mundo se incline por el bullicio.
Blackbird duerme, por lo que trato de ser sigiloso en la penumbra. Palpo con sumo cuidado la mesita de noche con el fin de toparme con las gafas sin dejar una huella digital en los cristales. Sería una forma desastrosa de empezar el día.
Salgo de la habitación, entro en el lavabo y compruebo en el espejo que la noche ha sido traviesa con mi pelo, pues está apuntando hacia direcciones inverosímiles. Postergo la micción por culpa de un endurecimiento no deseado que me impide afinar la puntería con garantías hacia el interior del inodoro.
Lo primero que haces por la mañana puede condicionarte el resto del día. Yo me bebo un vaso de agua. Como una especie de bautismo interior.
Soy de los que utilizan el pequeño utensilio circular y agujereado que sirve para prensar el café en la cafetera. Mientras la vitro trabaja a ritmo lento me dedico a esperar el gran momento: aquél en el que la cafetera empieza a moquear y jadear.
En los días festivos mis movimientos son deliberadamente pausados, como si retase a duelo a las prisas y ritmos vertiginosos de la vida cotidiana. Permanezco en la cocina sentado en el taburete orientado hacia la ventana, oliendo y recreándome en el café, a la vez que observo la quietud del patio a través de los huecos de la cortina laminada. Ése es uno de los mejores momentos del día: el café y yo, envueltos por mis pensamientos.
Asimilada la droga, ya estoy listo para una ducha reparadora. Adoro el invierno y el zumbido del calefactor en el baño. Miro hacia abajo y la flacidez me recuerda que ya puedo vaciar la vejiga sin temor a fallar. Debajo del chorro de agua caliente mi mente es capaz de evadirse en la más singular de las cavilaciones: hoy decido que el abedul y el cinamomo son mis árboles preferidos. Desconozco sus diferentes características, si sus hojas son perennes o deciduas. Pero sus nombres son preciosos. Y con eso me vale.
Ya ha pasado más de tres cuartos de hora y puedo atestiguar que ha merecido la pena. Y todavía dispongo de tiempo para acomodarme en el sofá, con forma de pieza de tetris, a disfrutar de mi última adquisición novelada: un libro que me da lo buenos días cada vez que lo abro y donde las pequeñas tareas rutinarias y domésticas se convierten en algo apasionante.
Un ruido conocido al otro extremo del pasillo me hace levantar la vista. El reloj marca las diez y veintisiete, la hora en la que Blackbird se despereza y comienza a extender sus alas. Las mismas que me sacan de mi ensimismamiento.

miércoles, 1 de febrero de 2012

El corte de UCLA


Trato de recomponer mi historia, de dónde vine y en lo que me convertí.
Era el capitán del Pequod, auténtica osadía y pura pasión. Era la mujer con el largo vestido blanco, era la novia, a la que todos miran. Era bebedor de vino de color rojo sangre. Era la sustancia de la que está hecho un poema.
Era la chispa, hoy soy el fósforo que se consume. Era una ingenua ignorancia, ahora escojo no saber como herramienta de supervivencia. De niño tuve forma de pupitre desordenado, de adulto soy el maestro que penaliza la rebeldía.
El miedo hizo de mí recluta ejemplar, el miedo ha hecho de mí un sí a todo, un docto en la obediencia. Era el sexo sin freno, un sábado por la noche. Cabecear delante del televisor, tras una jornada laboral sin fin, es lo que hoy me determina. En la víspera fui dueño de mi tiempo; en la aurora, como Gregor Samsa, despierto siendo un bicho raro, encorsetado por un cuerpo quejoso.
Era el escolta, el guitarra solista. Al que buscaban cuando el partido no se define. El que se jugaba el último lanzamiento, el que encestaba para ganar. En la victoria era la bacanal de Roma, era yugoslavo; en la derrota soy el amante, que solo y apenado confía en una próxima cita. Era el partido, ahora sólo entrenamiento.
Desubicado y necesitado de conversaciones sugerentes, el tiempo me hizo un experto, un experto en ver pasar el tiempo.
En mis sueños aún ejerzo de escolta, en mi realidad descanso en el banquillo.