sábado, 11 de febrero de 2012

Madrugones subrepticios


Debo de estar mejorando mi manera de dormir. Cuando desperté nada me dolía y mi cuerpo no estaba entumecido.
Hoy es festivo, y en estos días intento madrugar un poco y preparar la mañana. Necesito que mis reflexiones se empapen de silencio antes de que el mundo se incline por el bullicio.
Blackbird duerme, por lo que trato de ser sigiloso en la penumbra. Palpo con sumo cuidado la mesita de noche con el fin de toparme con las gafas sin dejar una huella digital en los cristales. Sería una forma desastrosa de empezar el día.
Salgo de la habitación, entro en el lavabo y compruebo en el espejo que la noche ha sido traviesa con mi pelo, pues está apuntando hacia direcciones inverosímiles. Postergo la micción por culpa de un endurecimiento no deseado que me impide afinar la puntería con garantías hacia el interior del inodoro.
Lo primero que haces por la mañana puede condicionarte el resto del día. Yo me bebo un vaso de agua. Como una especie de bautismo interior.
Soy de los que utilizan el pequeño utensilio circular y agujereado que sirve para prensar el café en la cafetera. Mientras la vitro trabaja a ritmo lento me dedico a esperar el gran momento: aquél en el que la cafetera empieza a moquear y jadear.
En los días festivos mis movimientos son deliberadamente pausados, como si retase a duelo a las prisas y ritmos vertiginosos de la vida cotidiana. Permanezco en la cocina sentado en el taburete orientado hacia la ventana, oliendo y recreándome en el café, a la vez que observo la quietud del patio a través de los huecos de la cortina laminada. Ése es uno de los mejores momentos del día: el café y yo, envueltos por mis pensamientos.
Asimilada la droga, ya estoy listo para una ducha reparadora. Adoro el invierno y el zumbido del calefactor en el baño. Miro hacia abajo y la flacidez me recuerda que ya puedo vaciar la vejiga sin temor a fallar. Debajo del chorro de agua caliente mi mente es capaz de evadirse en la más singular de las cavilaciones: hoy decido que el abedul y el cinamomo son mis árboles preferidos. Desconozco sus diferentes características, si sus hojas son perennes o deciduas. Pero sus nombres son preciosos. Y con eso me vale.
Ya ha pasado más de tres cuartos de hora y puedo atestiguar que ha merecido la pena. Y todavía dispongo de tiempo para acomodarme en el sofá, con forma de pieza de tetris, a disfrutar de mi última adquisición novelada: un libro que me da lo buenos días cada vez que lo abro y donde las pequeñas tareas rutinarias y domésticas se convierten en algo apasionante.
Un ruido conocido al otro extremo del pasillo me hace levantar la vista. El reloj marca las diez y veintisiete, la hora en la que Blackbird se despereza y comienza a extender sus alas. Las mismas que me sacan de mi ensimismamiento.

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