miércoles, 23 de mayo de 2012

Sobre el oficio de escritor y las gafas de sol


Cuando en aquel japonés la chica a la que le dio por correr insistió en que lo único que debía hacer era escoger un tema, escribir sobre él y esperar a que la inspiración fluyera, libre de obstáculos, en un viaje revelador desde el hemisferio derecho del cerebro hasta las yemas de los dedos, no pude más que fruncir el ceño y pensar sobre ello.
La chica a la que le dio por correr parecía plenamente convencida del método a seguir, y lo corroboró con la inestimable ayuda de su penetrante mirada. Uno, si era capaz de aguantar el escrutinio de aquellos ojos, ya tenía mucho ganado.
Así que, intentando asimilar el consejo y confiando en el milagro, abrí la libreta. Me quedé mirando la página en blanco. No tenía ni idea de cómo empezar y si iba a salir airoso del desafío. El objeto del ejercicio no consistía en escribir algo concreto, sino en demostrarme a mí mismo que era capaz de escribir: lo que significaba que no importaba tanto lo que escribiera como el hecho de escribir algo. Difícil tarea para alguien que tiende a divagar y a perderse por los entresijos de la dispersión.
Cualquier frase servía, pero mi elevada autoexigencia y mi desmedido respeto por la letra impresa me impedían cometer una estupidez, de modo que me quedé esperando frente a la página milimetrada, desconcertado ante las líneas de tenues tonos grises.
Minutos más tarde alcé la vista buscando una salida. Tal vez la chica a la que le dio por correr debió ser más explícita.

martes, 15 de mayo de 2012

viernes, 4 de mayo de 2012

Cuando conocimos a Marilyn



¡Ay, los amigos! Esas personas que aun conociéndote se obstinan en quererte y seguir siendo tus amigos. Tiene mérito, ¿no?
Mis ausencias cada vez más prolongadas, mi tendencia felina a desaparecer y retirarme hacia mi guarida quizás respondan a la estúpida creencia de que mantenerse alejado ayude a mantener vivo el hechizo, como si nuevos acercamientos pudieran romper la magia de los momentos vividos.
Pero de algún modo, las personas que han compartido pupitre en su adolescencia están condenadas a estar juntas, aunque sea desde la distancia.
Para consolidar una amistad hay que partir de un principio de similitud que lo inicie todo. Pues bien, juguemos. Miremos atrás.
Nuestros recuerdos juntos son cada vez más lejanos, así como nuestros actuales contactos son cada vez más atípicos, pero merece la pena poner a trabajar a esa dama caprichosa que es la memoria. Hoy es un día especial y así es cómo yo te recuerdo y cómo te sentí. Sin ningún orden, sólo son retazos de la complicidad que hubo entre dos amigos.
Eres lo que dura un embarazo mayor que yo, incluso ahora eres nueve meses mayor y tengo la sensación de que siempre será así. Puede ser un síntoma de una especie de fraternidad entre ambos: yo gané otro hermano mayor y tú otro menor.
Te colaste en mi vida respetando mis silencios y mis huidas, en una época en la que todavía no había cerrado la puerta y se podía acceder a mí. Yo me colé en la tuya poniendo buena cara a tus tardanzas. Siempre te esperé. Nunca me quejé, conocedor de que la impuntualidad es tu compañera.
Tú eras el que gritaba más alto, el que luchaba porque no le arrebataran un solitario taxi en un noche fría. Yo únicamente me dedicaba a seguir tu voz.
Hubo un tiempo en el que disfrutaba siendo tu copiloto, ya fuera dentro del coche fantástico de color amarillo, en un viaje de vértigo rodeados de buitres, montañas y encinas de más de mil años; o intentando conciliar el sueño en las estrecheces de una cabina de camión. Pongamos que hablo de nuestras andanzas por Madrid.
Un paréntesis libre de barba en mi rostro me lleva a una noche de primavera, donde una luz sobre dos ruedas disfrazada de muerte nos sorprendió en una curva que nos debió llevar al pueblo de las cerezas. Podíamos haber tenido problemas, pero dijimos que íbamos cinco. Y yo, sí, otra vez fui tu copiloto. Imposible dormir aquella noche, nos fundimos en un abrazo. Ahí se selló el compromiso.
En una vieja casa destartalada descubrimos las bondades de una botella: echabas un trago y ¡milagro! comenzabas a hablar con las chicas. Todo era muy inocente: no fumábamos porros, si acaso bebíamos en porró.
Y el deporte. Dos números me vienen a la cabeza: 24 horas nos parecían pocas cuando merodeaba cerca una pelota; trasnochar no nos importaba si la recompensa era el último lanzamiento decisivo del 23.
Debo parar, seguro que lo entenderás. Es un error recrearse demasiado en intentar recuperar lo que ya se fue. No es bueno, no es bueno. No es bueno mirar fotos antiguas.
¿Y ahora qué? ¿Somos los mismos? En esencia sí, sólo que un poco inflados por los años y las dolencias. Las circunstancias son las que atentan contra la identidad y las que nos intentan cambiar. Pero ni un corazón enfermo ni una espalda maltrecha podrá borrar lo vivido.
Sólo una cosa más. Quizás puedas ayudarme a resolver el enigma: ¿Quién movía el jodido vaso?