miércoles, 23 de mayo de 2012

Sobre el oficio de escritor y las gafas de sol


Cuando en aquel japonés la chica a la que le dio por correr insistió en que lo único que debía hacer era escoger un tema, escribir sobre él y esperar a que la inspiración fluyera, libre de obstáculos, en un viaje revelador desde el hemisferio derecho del cerebro hasta las yemas de los dedos, no pude más que fruncir el ceño y pensar sobre ello.
La chica a la que le dio por correr parecía plenamente convencida del método a seguir, y lo corroboró con la inestimable ayuda de su penetrante mirada. Uno, si era capaz de aguantar el escrutinio de aquellos ojos, ya tenía mucho ganado.
Así que, intentando asimilar el consejo y confiando en el milagro, abrí la libreta. Me quedé mirando la página en blanco. No tenía ni idea de cómo empezar y si iba a salir airoso del desafío. El objeto del ejercicio no consistía en escribir algo concreto, sino en demostrarme a mí mismo que era capaz de escribir: lo que significaba que no importaba tanto lo que escribiera como el hecho de escribir algo. Difícil tarea para alguien que tiende a divagar y a perderse por los entresijos de la dispersión.
Cualquier frase servía, pero mi elevada autoexigencia y mi desmedido respeto por la letra impresa me impedían cometer una estupidez, de modo que me quedé esperando frente a la página milimetrada, desconcertado ante las líneas de tenues tonos grises.
Minutos más tarde alcé la vista buscando una salida. Tal vez la chica a la que le dio por correr debió ser más explícita.

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