sábado, 9 de octubre de 2010

Pequeños inconvenientes de la vida humana II


Me empezó volviendo del colegio. La primera punzada me cortó la respiración. Tuve la sensación de que los ojos se me salían de las órbitas. Sentía una presión enorme en las sienes y en la nuca y la vista se nublaba.
Cuando llegué a casa me encerré a oscuras en mi habitación y me aislé del mundo en una escena que, por desgracia, se iba a convertir en rutina.
Al cabo de dos horas el intenso dolor remitió, pero no por mucho tiempo. Tenía nueve años y creía que nada volvería a ser lo mismo. Con el tiempo comprendí lo que me estaba pasando. Iba a tener que adaptarme a convivir con el dolor.
Cuando llegó la siguiente oleada de dolor no la sentí como tal, sino como miedo a lo que vendría después. Horas oscuras en solitario, drogado con pastillas y suplicando porque no hubiesen obras en la calle.
Debe resultar muy duro para una madre escuchar de su hijo que prefiere morir antes que sufrir ese calvario. Pero ella nada podía hacer. Sólo preparar infusiones.
Cuando sufría los ataques sentía que mi vida se ralentizaba. Mis movimientos se volvían más pausados. Apenas podía agacharme para atar los cordones. También comprobé que mis oídos se agudizaban. Oía los pasos de las palomas sobre la repisa de la ventana, las voces de los niños jugando no parecían de niños. Lo oía todo. Y todo me molestaba.
Durante los casi tres meses que duraron los dolores visité varios hospitales e incluso un psiquiátrico. Los médicos me diagnosticaron que sufría migraña oftalmopléjica, una de las más agresivas, y que poco se podía hacer. Seguir con las pastillas, las infusiones y el silencio. Evitar el chocolate, los frutos secos y el embutido. Y esperar a que me convertiera en adulto porque existían muchas posibilidades de que los dolores fuesen más leves.
Por fortuna eso fue lo que ocurrió.

No hay comentarios:

Publicar un comentario