domingo, 22 de agosto de 2010

El bello verano


Era una mañana cualquiera de agosto. Hacía un día de perros. Realmente terrible. Treinta grados, un sol espléndido y una humedad relativa que parecía absoluta. La ciudad se derritía.
De repente, él sintió la imperiosa necesidad de volver a nadar en el mar, de disfrutar el verano y de ser normal. Por muchas trabas que encontrara en el camino, sabía que lo conseguiría. Llegaría a la playa. No le amedrentaban esos insectos rallados que le chupaban la sangre y convertían su piel en un paisaje volcánico. Salió de casa equipado con el kit de supervivencia y con la mayor de las sonrisas. Al adentrarse en las profundidades de la ciudad no le importó comprobar que la estación sufría una ola de calor. Tres minutos de asfixia después subió al vagón repleto de gente normal empapada de verano. La ausencia de aire acondicionado puso a prueba su resistencia. Se autoconvenció que tampoco era tan desagradable enfrentarse a tantos olores corporales diferentes. Medio mareado consiguió llegar a la superfície y un primer vistazo a su idílico destino casi le desmoraliza. "Tan temprano y ya hay tanta gente", murmuró.
Lo que siguió después fue un cúmulo de despropósitos: plaga de medusas, periódico ilegible por la brisa marina, vecinos que parecían querer intimar con él dada su proximidad.
Apenas veinte minutos de normalidad ya le habían desesperado y en un momento de lucidez exclamó. "¿Qué hago yo aquí?" Cogió los bártulos y consiguió escapar del infierno.
Después de una ducha reparadora se tumbó en el sofá y se quedó dormido. Y soñó con el verano ideal, lleno de amores y de fiesta. Y ya no deseó que julio y agosto desapareciesen del calendario.

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