sábado, 27 de agosto de 2011

Callejón 27


Aquella noche de agosto cambió muchas cosas. De hecho, lo cambió todo. Mientras él no se atrevía a serle infiel, ella tenía una cita inesperada con la dura realidad. Al volver a casa él pudo comprobar que el mal ya estaba hecho y que, a partir de ese momento, una pesada carga vestida de melancolía iba a ser su fiel compañera por mucho tiempo.
Lo intentaron de mil maneras pero nunca pudieron volver atrás. Lo que mediaba entre la soledad de él y la incomprensión de ella era un trecho imposible de abarcar.
Es asombroso lo mucho que negaron la evidencia, pero cuando él empezó a llamarla por su nombre comprendieron, de inmediato, que necesitaban dejar de necesitarse.
No había discusiones, ni infidelidades, sólo una especie de distancia muda entre ellos; la repentina y desconcertante conciencia de que se habían convertido en extraños el uno para el otro.
Que ella amara más era la fuente indiscutible del poder que él tenía sobre ella. No era justo.
La conversación decayó y  pasaron a depender de un televisor para evitar silencios incómodos y hacer los fines de semana soportables.
Aprendieron tarde que las consecuencias, en el amor, no importan. Cuando existe, hay que vivirlo. Cuando se acaba, ya está muerto.
Porque, por increíble que parezca, se sobrevive al amor.

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