lunes, 1 de julio de 2013

La fábrica de manipular sentimientos


No hay juego más sucio que el que viene camuflado de buen rollo. No hay puñalada más trapera que la que te traiciona por la retaguardia incumpliendo los supuestos valores de cortesía y respeto por el rival, que por mil veces incumplidos la gravedad no debiera ser atenuada, de una entidad que se reconoce, y se regocija de ello, de ser algo más que un club. La famosa cantinela ya deviene cansina al comprobar como año tras año, amparada por la impunidad que le otorga su gran masa social, arrasa con todo aquello que no comulgue con su ideario monopolizador. Todo aquel que no sea santo de su devoción será pisoteado, o bien ninguneado hasta el ostracismo.
También en el fútbol la diferencia de clases se ensancha. Los poderosos, de forma sibilina, que es la más cruel de las formas, someten a sus víctimas a la condena del desprecio y a desempeñar el papel de comparsa, pobres. Muy de vez en cuando se les concede el derecho ficticio a la pataleta, una inteligente maniobra que ridiculiza aún más al débil.
Se hacen los interesantes mostrando sus logros por las calles. Se piensan los portavoces de los problemas del pueblo, y éste los aclama. Su poder de convocatoria no conoce límites, así como su capacidad de seducción. No se cortan un pelo: se adentran en las escuelas para captar la atención de inocentes niños, ellos son el futuro. Si alguno osa desviarse del camino y asomar la cabeza parapetado con otro escudo acudirán sin demora con el talonario a casa del invasor como buenos amigos de lo ajeno que son.
Tienen a la ciudad hipnotizada hasta el extremo que ésta se deja vestir con su flamante uniforme bicolor, manchado de una publicidad de la que hace bien poco renegaban, eso sí.
Da igual, el camp seguirá siendo un clam. Cien mil voces enfervorizadas alentarán a los héroes a perpetuar su estatus endiosado.
Més que un club. Sí, ya, como si eso fuera motivo de orgullo.

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