domingo, 11 de septiembre de 2011

Tribulaciones del hombre adoquinado


Me sorprendió descubrir que cada vez recurría con más frecuencia a su voz escrita para decir las cosas que importan, como aquellas que hacen daño de verdad. Renunciaba así a su, según él, ya agotado discurso hablado, tan repleto de dudas.
Si bien el callejón no le proporcionaba un anonimato total, no es menos cierto que le permitía fantasear con ser el otro y escaparse de lo mundano en una huída hacia el silencio. Allí era alguien, aunque no necesariamente mejor. Allí era él: el hombre adoquinado.
La vida real, la de ahí afuera, ya no le ofrecía las suficientes garantías para conservar su muy codiciada inmunidad ante los avatares cotidianos.
Estirado en un suelo roto alcanzaba la perfección: se volvía invisible, a la vez que conseguía mantener a raya a la timidez que en ocasiones le paralizaba. Porque para un tímido empedernido, y él lo era en grado sumo, la visibilidad es la mayor condena. Somos como los demás nos ven y contra eso hemos de luchar. Por supuesto, es una batalla perdida de antemano.
En una ocasión me contó que tenía la extraña cualidad de caer bien a gente que no soportaba, lo cual se debía a su cara de buena persona que le dotaba de una aparente tranquilidad que irradiaba allí donde iba.
No se manejaba bien en la confrontación directa, no le iban los malos rollos y las situaciones tensas.
El hombre que yo conocí no poseía don de gentes y le suponía un tremendo esfuerzo mostrar su verdadera identidad, la que sí era capaz de reflejar tumbado en ese extraño callejón.

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