domingo, 5 de junio de 2011

La lluvia antes de caer


Abrir un álbum de fotos, y en casa de mis padres hay decenas, es comprar un billete sin retorno y sin escalas hacia la nostalgia. La idea de que una imagen puede transportarte a un pasado perdido es tentadora, a la vez que peligrosa, por la volubilidad de la memoria, esa dama extraña y manipuladora que moldea a su antojo nuestros recuerdos, convirtiéndonos en sus esclavos.
Consciente del riesgo, comienzo a echar un vistazo. Veo rostros conocidos a los que me cuesta relacionar con rostros actuales. Todos sonríen, están celebrando algo. No me gustan las fotos de ocasiones señaladas, parecen captar una situación con total fidelidad pero en realidad no dan ni una pista sobre lo que se les pasaba por la cabeza a las personas que estaban allí. Qué cosa más engañosa es una foto.
Sigo mirando y me detengo en una foto que hace activar las alarmas de mis defensas. Las imágenes son secretas y personales. No pertenecen a nadie, y ésta me lleva directamente a un día importante en nuestra vida familiar y a un lugar que parecía olvidado.
Hoy hace 32 años de esta imagen. No sé quién hizo la foto. Mi padre debería estar con mi madre, que estaba pariendo a lo que se convertiría en mi hermana. Debió ser mi tío, uno de los muchos que tengo. El niño que se esfuerza por no quedar fuera del encuadre soy yo, y estoy persiguiendo a mi hermano. ¡Cómo nos gustaba correr! Siempre corriendo.
Una persona viene a mi mente y con ella multitud de recuerdos. Mi abuela vivía en un piso pequeño y enfrente había un cementerio, que es lo que se ve al fondo de la foto, donde están esos árboles altos y delgados, detrás del muro. Siempre me impactó ver tanta gente, tanta vida alrededor de aquel cementerio. Yo nunca entré allí, bueno sólo una vez. Del piso, me acuerdo perfectamente de la diminuta cocina donde mi abuela hacía milagros en forma de los mejores macarrones del mundo, y de un patio comunitario casi abandonado y dominado por multitud de gatos. Imposible olvidar a la vecina de mi abuela que siempre andaba por allí intentando hacerme cosquillas. En un viejo televisor en blanco y negro tuve mi primera emoción deportiva cuando el hombre de hielo y el genio irascible disputaban el mejor tie-break de la historia. Tenía 7 años.
Mi abuela era muy lista, tenía mucho mundo, pero había cosas que desconocía. No sabía que en un partido de baloncesto retransmitido por televisión no reclaman trabajadores cuando el comentarista dice: "Falta personal". Ella creía que yo era muy listo y que algún día me convertiría en una eminencia: "Éste será abogado", pronosticaba. Siento haberla decepcionado.
Hace 20 años que no toco la suave piel de mi abuela. Hace 20 años que entré por primera y única vez en aquel cementerio. Y ya no me pareció tan lleno de vida.

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